Si hubiera que elegir un tema espinoso en materia de educación alimentaria, ese sería, sin duda, el de la ingesta de leche.
Desde niños hemos sido la diana de innumerables campañas publicitarias que afirmaban que la leche es un alimento imprescindible para el crecimiento y la salud de los huesos y dientes. Nuestros padres se afanaban por asegurarse de que cumpliésemos con la dosis diaria recomendada. No importaba que sintiésemos dolor de tripa poco después de tomarla. Nunca jamás un adulto se hubiese planteado una relación causal entre ambos hechos. España había construido un sólido sector industrial con sus propias normas alimentarias, normas que no envidiaban para nada a los más estrictos dogmas de fe de cualquier confesión religiosa.
No existen dogmas en alimentación, mucho menos si hay intereses económicos implicados
Afortunadamente, el acceso a la información y la educación en un consumo crítico están provocando que cada vez sean más los consumidores que no asumen dogmas de fe cuando de alimentación se trata. Y eso es muy bueno.
Uno de los factores que ha provocado este movimiento crítico frente a la leche es el aparente crecimiento de la intolerancia a la lactosa. En las personas de raza blanca, la intolerancia a la lactosa se presenta en los niños mayores de 5 años, cuando se deja de producir la enzima lactasa. Esta es la edad en la que nuestros cuerpos suelen dejar de producir esta enzima que se requiere para asimilar la lactosa, lo cuál es totalmente razonable desde un punto de vista biológico-evolutivo pues a partir de esa edad, un mamífero deja de consumir leche materna. Por tanto, todos los adultos deberían ser intolerantes a la lactosa. Pero esto no es así.

El grado de tolerancia a la lactosa en adultos de una determinada sociedad depende del grado histórico de exposición. Nuestros antepasados de Europa Central y Escandinavia fueron los primeros en consumir leche animal hace unos 7.500 años. Este intenso contacto con el alimento permitió que algunos agricultores de estas zonas que bebían leche desarrollaran una mutación que les permitió asimilar la lactosa por primera vez. Es lo que se conoce como “persistencia de la lactasa”. Las civilizaciones orientales o africanas, que apenas han consumido históricamente leche animal, mantienen niveles de tolerancia muy bajos, es decir, constituyen sociedades con baja persistencia de la lactasa.
La tolerancia a la lactosa de una sociedad depende de su grado de exposición a la leche a lo largo de la historia
En España, el porcentaje de intolerancia podría oscilar entre el 20 y el 50%. La mayoría de las personas que la sufren, lo desconocen. Si su hijo manifiesta molestias digestivas tras ingerir leche, deje de restarle importancia y empiece a plantearse que la criatura pudiera encontrarse dentro de ese porcentaje de población que es intolerante a la lactosa.
Más allá de la intolerancia, hay abundante literatura que asocia la ingesta de leche con diversas enfermedades. Entre los innumerables libros que tratan este asunto, destacaría uno sobre el resto: El Estudio de China.
En la tabla inferior, se recogen datos de gran interés, que sin asociar directamente la leche a ninguna dolencia en concreto, sí que propone algo más que evidente: una dieta rica en productos de origen animal es mucho más desequilibrada que una dieta rica en productos de origen vegetal. También rompe uno de los mitos más consolidados en torno a los alimentos de origen animal: las carnes son la mejor fuente de proteínas. Es cierto que, cualitativamente, la proteína animal es de “alta calidad” porque contiene todos los aminoácidos esenciales que los humanos no podemos sintetizar. Pero no es cierto que, cuantitativamente, una dieta vegetariana sea pobre en proteínas. Las legumbres son fuentes de proteínas muy completas. También el grano integral del trigo, con salvado y gluten, el maíz, el arroz o la avena aportan aminoácidos esenciales. La clave, por tanto, es que la dieta, de ser vegetariana, sea variada. Pero esa es la clave de cualquier dieta, ¿verdad?
Los alimentos de origen vegetal no aportan colesterol a la dieta, y sin embargo, son los únicos que aportan fibra, un elemento crucial del proceso digestivo y cuya ausencia está detrás de numerosas patologías digestivas, incluido el cáncer de colón. Insisto, ningún alimento de origen animal, incluida la leche, aporta fibra a nuestra dieta.
La leche no aporta cantidad alguna de fibra a la dieta
Asimismo, los alimentos de origen vegetal aportan cantidades muy superiores de vitaminas y minerales, en comparación a raciones equivalentes de alimentos de origen animal. El caso del calcio es especialmente llamativo pues otra de las grandes leyendas alimentarias que imperan en Occidente es que los productos lácteos son la mejor fuente de calcio sin discusión. Este interesante asunto merecerá un próximo artículo.
Autor: José Liétor.
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